Hay
pasiones, manías y obsesiones que todos llevamos dentro, como un gran secreto.
A algunos nos gusta cantar con el mando de la tele y hacer aquellos pasos
imposibles y esos vibratos de voz interminables delante del espejo del baño.
Otros soñamos con ganar un Oscar y dedicárselo a aquel profesor que tanto nos
desanimó con el mundo del espectáculo y nuestra vocación de intérpretes. A
otros nos gusta entrenar en el gimnasio y fantasear con la idea de que somos
atletas olímpicos.
En general, hay una gran proporción de nuestras pasiones,
manías y obsesiones que hace referencia al mundo de las manualidades. Yo nunca
fui habilidosa en plástica (o pretecnología, llamadlo como queráis), pero lo
que sí tuve siempre fue una enorme imaginación y capacidad de abstracción.
Creaba mundos perfectos, aunque también tormentosos, y los materializaba en
peluches, muñecas y juguetes similares hasta que me hice demasiado mayor como
para seguir jugando. Siempre quise tener una casa de muñecas; llegué a tener
una tamaño real, pero el cambio de casa me obligó a dejarla atrás. Y viví
rodeada de fascículos que cada otoño salían e invitaban a coleccionar mil y una
casas. A mi madre siempre le parecieron muy grandes, un estorbo. Y por una
parte, se lo agradezco. ¿Dónde encajaría ahora mismo una casa victoriana de
esas características? Sin embargo, hace unos años, comencé a investigar la
posibilidad de tener mi propia casa de muñecas pero más adaptada a mis gustos.
La idea quedó en una simple quimera mientras pasé el tiempo decorando mi casa de
verdad.
De repente, empecé a obsesionarme de nuevo con la posibilidad de
conseguir una casa moderna. Páginas y páginas hasta que llegué al modelo de
casa moderna de muñecas con el que siempre había soñado. Y estaba a la vuelta
de la esquina, bueno, más bien al otro lado del planeta; pero nada que un
magnífico regalo de cumpleaños no pudiese justificar. Y así llegó, como uno de
los mejores regalos que me han hecho, mi Dylan House.